EL IDIOMA Y LOS LIBROS

Gustavo Fernández Colón

Hace tres lustros, el 23 de abril fue declarado por la UNESCO "Día Internacional del Libro y del Derecho de Autor", en vista de que en esta fecha fallecieron, en el año de 1.616, Miguel de Cervantes, William Shakespeare y el Inca Garcilaso de la Vega. En los países de habla hispana se celebra simultáneamente el Día del Idioma, porque un 23 de abril, además de Cervantes y el Inca Garcilaso, murió en Madrid en 1.936 la insigne escritora venezolana Teresa de la Parra.

Como lo revelan estas y otras conmemoraciones, es costumbre señalar el nacimiento y la muerte de los grandes escritores o la publicación de las obras maestras de las literaturas nacionales, como los hitos estelares en la historia de un idioma. Sin embargo, es importante tener en cuenta que el lenguaje es una facultad humana que nos brinda, a todos y todas por igual, la posibilidad de representarnos metafóricamente lo real. Pues incluso de los labios de quienes aún no han tenido la fortuna de aprender a leer ni escribir puede brotar, en cualquier instante, la música verbal de la poesía.

Así pues, la facultad innata de enunciar poéticamente el mundo es la fuente y el principio de todos los idiomas. De ahí que debamos agradecer a un número infinito de hablantes desconocidos el legado de las palabras y las figuras de nuestra lengua materna, el español, y de las cerca de siete mil lenguas que hoy se hablan sobre la faz de la Tierra. Cada vocablo constituye, desde esta perspectiva, un monumento anónimo edificado por el talento expresivo de nuestra especie, capaz de hacernos descubrir, hasta en las cosas más sencillas, la maravilla que un día vislumbró Pablo Neruda en las aves coloridas del Caribe o en las modestas cebollas del mercado: “Yo cuanto existe celebré, cebolla, / pero para mí eres / más hermosa que un ave / de plumas cegadoras, / eres para mis ojos / globo celeste, copa de platino, / baile inmóvil / de anémona nevada / y vive la fragancia de la tierra / en tu naturaleza cristalina.”

Para otros, en cambio, la potencia imaginativa del lenguaje es el origen de todos los delirios y engaños humanos. Nuestra alienación y nuestra expulsión del paraíso de la naturaleza comenzaron en el mismo momento en que nuestros ancestros pronunciaron la primera palabra. Por ello, los místicos de Oriente y Occidente han proclamado, desde tiempos inmemoriales, que la verdad sobre la esencia divina de las cosas no podría ser aprehendida jamás por el lenguaje. Los sabios insisten en que la transparencia del Ser sólo se hace patente en el silencio; sin embargo, la necesidad de dar testimonio de nuestro paso por la vida nos impide prescindir del uso de los signos. Fue esta insalvable paradoja la que llevó a San Juan de la Cruz a extremar hasta el vértigo el uso del idioma para tratar de expresar lo inexpresable, valiéndose de la alegoría salomónica de la amada que interroga a las criaturas del bosque requiriendo noticias de su amado: “Y todos cuantos vagan / de ti me van mil gracias refiriendo. / Y todos más me llagan / pues déjame muriendo / un no sé qué que quedan balbuciendo.”

En fin, ya sea que consideremos al lenguaje ruido o revelación, simbolismo ilusorio o morada del Ser, nuestra capacidad de comunicarnos a través de la palabra hablada o de los signos grabados en los libros, define nuestro modo de ser humanos en el mundo y nos acompaña desde antes del nacimiento y hasta después de la muerte, en el arrullo materno, en la plática íntima de los enamorados, en las proclamas de guerra y en las plegarias del ritual funerario. Como lo ha dicho magistralmente José Manuel Briceño Guerrero: “En palabras fui engendrado y parido, y con palabras me amamantó mi madre. Nada me dio sin palabras”. Celebremos, pues, con la fiesta del diálogo fraterno, la dicha de contar con dos de los más preciosos dones entregados por los dioses a los mortales para dejarnos saborear la eternidad: la palabra y el libro.

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