TEÓFILO TORTOLERO: EL INCURABLE ENAMORAMIENTO DE LA MUERTE

Gustavo Fernández Colón


Our only health is the disease
if we obey the dying nurse
whose constant care is not to please
but to remind of our, and Adam’s curse,
and that, to be restored,
our sickness must grow worse
.[1]

T. S. Eliot, East Coker.



La arqueóloga lituana Marija Gimbutas ha llamado la atención sobre la ambivalencia de las estatuillas femeninas de finales del Paleolítico, que imperaron en el Mediterráneo y el Cercano Oriente antes de la invasión de los dioses patriarcales de los indoeuropeos. Estas representaciones de las Diosas Madres integraban, en una sola pieza, no solo la voluptuosidad de las carnes femeninas propiciatorias de la fertilidad, sino también los huesos descarnados de las vértebras o las costillas que anunciaban la muerte. Para los estudiosos de la historia de las religiones, estas figuras son las huellas de una epifanía que, diez mil años atrás, hizo patente el lazo indisoluble entre la regeneración permanente de la vida y la transitoriedad de la existencia individual.

Por eso no deja de sorprendernos que, en nuestro tiempo, el arquetipo de una diosa materna, paradójicamente creadora y destructiva, retorne desde el pasado más remoto de la humanidad para poblar el imaginario de un escritor como Teófilo Tortolero, entregado a los conjuros de una alquimia verbal que se propuso renovar radicalmente las formas y los contenidos de la poesía carabobeña de la segunda mitad del siglo XX. En su obra, los extremos de lo perturbadoramente arcaico y lo afanosamente nuevo se juntan para testimoniar, una vez más, la eternidad del abrazo entre las nubes del cielo y las raíces de la tierra:
Hay pasto amargo a la izquierda de esa estrella 
la rodea una herida tres veces ovalada
que baja de radio al campo de los grajos

Quién honra su sueño como la caída de los ojos
qué madre esclava bebe en su copa de plasma?

No hay amor de sus brazos
aunque sople de noche sus costados
tocando sus espigas ardientes
la leche del cielo
En el número tres han cifrado muy diversas connotaciones simbólicas tanto los portadores de antiguas sabidurías esotéricas como los practicantes de la más profana hermenéutica psicoanalítica. El triángulo edípico en el que se desenvuelven, según Freud, las ambivalentes relaciones de amor y odio entre padre, madre e hijo, desde la más tierna infancia; así como la trinidad del Padre, el Hijo y el Espíritu de la teología cristiana o la trilogía de Brahma, Visnú y Shiva de la cosmogonía hindú, revelan atávicos significados que permanecen latentes en los substratos más profundos de nuestra cultura y que en la poesía de Tortolero resurgen para configurar una mitología al mismo tiempo personal y universal:
Padre mío, atiéndeme, que soy tronco y raíz de tu paño
del trébol amable de tus ojos –iris contra iris-
y en el nombre tuyo
hijo que soy no espíritu santo,
a ti imploro un campo silencioso
junto a los vellos de tu pecho,
al lado del ombligo de mi vista.
En aquella confluencia de la nostalgia incaica y el desencanto de las vanguardias europeas que afloró en la poesía de César Vallejo, hay ya destellos de esta visión de la muerte como expresión de la intemperie de la conciencia, expulsada del cobijo materno por la violencia de la ley paterna que instaura la separación en el seno de la unidad originaria entre la madre y el hijo. En Poemas Humanos, la potente imagen de una gallina negra que irrumpe en el patio de la infancia evocará esta fisura ontológica de la que se desprende el yo, marcado por el anhelo inútil de reintegración en la totalidad perdida para siempre:
Mas, luego, de improviso, salió de un albañal de aguas llovedizas y de aquel mismo patio de la visita mala, una gallina, no ajena ni ponedora, sino brutal y negra. Cloqueaba en mi garganta. Fue una gallina vieja, maternalmente viuda de unos pollos que no llegaron a incubarse. Origen olvidado de ese instante, la gallina era viuda de sus hijos. Fueran hallados vacíos todos los huevos. La clueca después tuvo el verbo.
Pero lo que en Vallejo se presenta como irrupción ocasional del arquetipo arcaico, se convierte en Tortolero en el fundamento de una poética del extrañamiento y la imposibilidad del retorno. Es así como el autor de Demencia precoz construye un universo simbólico que si bien, a primera vista, luce marcado por una fijación obsesiva en el erotismo oral del lactante despojado del seno materno, está cargado de connotaciones ontológicas que trascienden el reduccionismo de las explicaciones psicoanalíticas:
Madre esta tarde mi médico ha dicho
ha nombrado tu nombre por tres veces
y su palabra sonaba con seca concupiscencia
a tetas de tambores
pero nada nombró Rorschach ni dijo
de este esplendor de hígado
de fresca tumba al álbum de esquizoides
La madre que empuña el cuchillo, así como la bruja que simboliza su faz represiva en los cuentos de hadas analizados por Bettelheim, no es en la obra de Tortolero únicamente la ejecutora de la castración prohibitiva del incesto. La madre maléfica es además la encarnación de la totalidad sagrada en la que se hermanan la vida y la muerte, el huevo cósmico de cuya escisión se origina la conciencia separada de la Otredad, desde el mismo instante en que somos arrojados al mundo por obra y gracia del lenguaje:
La bruja de pelo negro
crece para mí dolientemente
Súbita viene a mí en una llama de sonrisas
y besos de lástimas
llamándome a su bosque,
a sus moradas y nieblas de otro mundo

Yo palpo su otredad
y el fino aroma de sus ojos vivos

Entiendo que la tiza que traza sus pestañas
amamanta una mirada,
endurece la hoja
de un cuchillo terrenal y materno…
La familiaridad del poeta con la hermenéutica psicoanalítica, sobre todo gracias al trato prolongado con el psiquiatra José Solanes, lo lleva a objetivar con ironía su propia patología psíquica, mediante un juego polifónico con el lenguaje freudiano, en el que las categorías descriptivas de la enfermedad mental se transfiguran, dentro del poema, en una metafísica de los dilemas irresolubles de la existencia humana:
Ella fácil incesto
la falsa portadora del olivo
brillando para mí como Edipo delirio
Edipo abierto a la máscara de escopolamina

Anillo de hongos en el agua
mi suerte no es preciso nombrar
si mi poder cae en su caja de manzanas
Esta deconstrucción de la propia subjetividad y del conocimiento científico que pretende cosificarla, se produce a través de una intensa búsqueda estética con la que el escritor intenta re-crearse a sí mismo mediante la re-creación del universo del lenguaje. Emprende así un viaje iniciático de auto-desenmascaramiento, asumido conscientemente como poética y como filosofía de vida, tal y como lo reveló en una entrevista concedida a Santos López:
La enfermedad como entidad malsana en verdad no existe. Sólo hay un desajuste propiciado por una infancia que carece de hermanos, que pasa por un colegio católico muy rígido y que me envuelve de pronto en una atmósfera de estar enfermo, sin que sea verdad. La enfermedad cuando llega supone un alejamiento de la realidad, cosa que no ocurre ni en mi mundo poético ni en el plástico.
En virtud de esta doble función del lenguaje, señalada por Jacques Lacan, como marco ordenador de las ilusiones constitutivas del imaginario y como vehículo simbólico que nos permite recobrar el contacto con lo real, el discurso poético se torna un espacio de desplazamientos ambiguos, un ritual esquizoide de alejamiento y aproximación al mundo en el que el autoanálisis se despliega como parodia de sí mismo, como testimonio trágico de la imposibilidad de la cura y el conocimiento de sí.

De ahí la perplejidad que suscita una poesía que con frecuencia acude a ciertas formas provenientes del clasicismo, como los arcaísmos y la sonoridad renacentista de los endecasílabos, para vaciar en ellas las dislocaciones de una sintaxis anómala, fragmentaria, en permanente contradicción consigo misma:
Tanto me di a los cielos si viviera
tanto que aconteciera de sus nubes
que l’alma contemplara de mis años
si en volviendo a jugar
contigo diera
con el sueño que tú a mi vista
dabas.
El desplazamiento metonímico del deseo, la metamorfosis incesante del objeto amoroso, son también el reflejo de la pulsión tanática, autodestructiva, que atraviesa la trama simbólica de la obra de Tortolero. La ruptura de la sintaxis es la grieta materna a través de la cual se reproducen, una y otra vez, las fracturas de un mundo siempre incompleto, perennemente acosado por la castración, sólo realizable en la unificación imposible del amor y la muerte en la materia sonora del poema:
No están lejos los días
en que yo me lance por tu sangre
abajo,
cruzando los troncos
los rápidos del aire azul
y te bese muriendo,
murmurando el nombre de ti,
de tuya, de ésta, ésa, aquélla…
La proliferación de sensaciones gustativas, la fascinación por los sabores y olores de los frutos, las especias, las bebidas y los flujos corporales delatan el hambre incestuosa del eterno lactante hechizado por la teta materna. Como en el mito griego de aquel Sísifo condenado a empujar perpetuamente, por la ladera de una montaña, una roca que al llegar a la cima volvía a caer rodando hasta el fondo del valle; o el de aquel Tántalo hambriento y sediento a quien los frutos y el agua se apartaban de sus manos y su boca apenas se esforzaba por alcanzarlos; del mismo modo, en los versos de Tortolero estalla en múltiples imágenes el deseo compulsivo por la leche, la saliva, la sangre y los licores del cuerpo culpable de la diosa, devorado en el altar sacrificial de un amor enamorado de la muerte:
(Llamo Estela a la almendra
cáscara de paloma su mirada
nadando en mi cabeza
como un pezón de golondrina)

Hierro de cielo para mí más cierto
que la almendra amarga bajo lengua
confórtame en tu playa
acerca a mi espalda la alondra de raposa

Y diré alegre como sea tu deseo:
mi máquina de anís ella ha salido
camina en el cerebro
como una calavera bamboleando de noche
en un carro de avena
Probablemente fue el impulso incontenible de beber la sangre de la diosa, el que llevó al poeta a buscar en los alcoholes de la poesía y las tabernas la epifanía efímera de una reunificación con el mundo, que sólo presentía posible con la muerte. Y así como el poeta persa Omar Khayyam convirtió su devoción por el vino en la materia prima de una obra en la que, durante siglos, los amantes han encontrado reflejados los ardores de su pasión, los bohemios su fascinación por los elíxires que nublan los sentidos y los sufíes su entrega mística al amor divino que arrebata el alma; así mismo, la poesía del autor de Las drogas silvestres nos invita a emprender un recorrido por las más recónditas profundidades del espíritu, a las que sólo se han atrevido a ingresar algunos pocos:
Has de saber alma
que la bruja me toma y conduce
a ventanas que sangran, a corredores tristes,
siempre ofrendándome un beso
que ha de terminar en la caída
y en un rodar sueños abajo, noche abajo
muerte abajo.

Has de saber alma
que en las bebidas sus venas extraño
y se turba mi pulso y la vista se aniebla
al recordarla.
Renaciendo día tras día después de su muerte, la poesía de Teófilo Tortolero sigue presente hoy, entre nosotros, para ofrendarnos el testimonio de esta travesía destinada a prolongarse hasta el principio de los tiempos en el trazo estremecido de su escritura.

Valencia, 10 de noviembre de 2010.

[1] Nuestra única salud es la enfermedad / si obedecemos a la enfermera agonizante / cuyo constante cuidado no es para complacernos / sino para recordarnos nuestra maldición y la de Adán, / y que, para quedar restablecidos, / nuestra enfermedad debe empeorar.

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